El anochecer me alcanza,
mientras me revuelco en las cenizas de un minotauro.
Este laberinto es poca cosa para mi intuición.
Lavo mi sendero,
en las lascivas convulsiones
de un clímax de madrugada que cae desde la vida,
profundo, lento y hondo en mi sistema.
Las manos del infierno acarician mí piel de sombra,
tocan las venas de mi encanto,
duermo entre las pestañas de la noche,
en un largo y desértico viaje,
que no termina con la muerte.
El sol arranca el frío de mi alma,
camina sobre las colinas de la euforia
y me arrulla con brazos de solsticio.
Queda poco de mí cuando él se va de mi cama,
cuando su recuerdo es el resto
que se desvanece en mi soledad.
La marea de la tarde arde ya en mi conciencia,
la luna me ha negado su paz esta noche.
He de dormir en la marea de tu amor,
que ya rompe sus olas,
en otra playa.